En agosto del 14

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Julien se sentía más solo que en toda su vida previa. En el valle de Alsacia divisaba, entre sorprendido y alarmado, una fuerza alemana muy superior a las informaciones que manejaba. Sus superiores habían mandado a una veintena de los suyos, entre los que se encontraba él, a inspeccionar el terreno que debían atacar al caer la tarde, en el cual presumiblemente habría escasa resistencia, pues era imposible que los boches sospecharan de una gran ofensiva francesa tras la declaración de guerra. Sin embargo, los cabrones, se dijo Julien, se encontraban perfectamente preparados, esperándolos, no tumbados a la bartola y a medio vestir, relajados con sus cigarrillos de más allá del Rhin. Aquello iba a ser un paseo militar que iba a devolver la gloria y esplendor antaño perdidos a Francia, su venganza tras décadas contemplando cómo Alsacia y su hermana Lorena pertenecían a los malditos alemanes y su cagón káiser. Pero a pesar de esa admirable defensa, pensó Julien, las balas de los hijos de Francia serían letales e imparables y el avance de sus ejércitos, magnífico y grandilocuente, como en los viejos tiempos. Así que no sería difícil reconquistar Alsacia, Lorena y luego entrar a Alemania a negociar en posición de fuerza. Sería una guerra corta aquella de 1914. O eso pensaba él. Y todos.

Habían pasado tantas cosas desde que, a principio de mes habían matado a aquel príncipe austrohúngaro, que no sabía cómo podía ordenar en su cabeza todo lo acontecido. Recordaba vagamente haberse despertado más tarde que de costumbre ese día, con las tareas rutinarias por delante: primero afeitarse, luego ducha rápida y finalmente viaje fugaz al café, a ingerir un desayuno decente que le espabilase, y ya que estaba, por qué no, a leer el periódico. Pero la jornada se presentaba con un bullicio para nada normal, bruma auditiva creciente a cada segundo que pasaba. Jamás en lo que de corta existencia, 23 años, había presenciado semejantes ruidos de gente vociferando insultos contra Alemania y vivas a Poincaré, marsellesas y demás proclamas jubilosas. ¿Serían ciertos los rumores de guerra? Llevaba tiempo la gente nerviosa y a la vez ardiente en deseos de que aquello ocurriese finalmente. Muchos años habían pasado, más de 40 si lo aprendido en la escuela no fallaba, sin guerrear contra el enemigo alemán. Más de 40 años desde aquella humillación en la que lo más valiente que hizo Francia fue organizar la comuna en París. 44 años (pensó más detenidamente) desde que el deshonroso Napoleón III estrelló la flor y nata de la caballería de la nación contra las cobardes ametralladores alemanas. Un desastre nacional que requería de su pertinente venganza.

Entre la multitud distinguió aquellos ojos verdes que le tenían loco, ahí estaba Clara, como una pluma entre la tempestad, revolucionada igual que el resto de la muchedumbre que festejaba, vitoreaba y sonreía. ¿Qué es esto?, preguntó a Clara tras besarla con dulzura, como había hecho desde que la vio cerca del río leyendo un libro, Rojo y Negro, creía recordar que era. Ahora era una brillante licenciada en letras, con una plaza en el instituto local para enseñar a los jóvenes lo que ella experimentó al descubrir por primera vez a Flaubert, Dickens, Stendhal, esos libros en los que tanto le costaba entrar a él. Años habían pasado de aquello, 44, pensó nuevamente, desde la afrenta que el segundo Reich había cometido contra la nación francesa. Clara le contestó que era la guerra, estaban organizándose ejércitos, tendría que al protocolario reclutamiento como todo el mundo. Julien se quedó a cuadros, ¿no habría otros que lo pudieran hacer mejor que yo? ¿No cumplí con mi deber cuando hice en mi día el servicio militar? Quizá una pequeña tara bien disimulada podría servir para esquivar la partida: cojera adquirida en los últimos tiempos, ceguera parcial fruto de vista cansada, pie zambo, seguro que cualquier médico podría previo pago justificar su cobardía. Sin embargo, fue ver luego a su cuadrilla, a los de siempre, Albert, Pierre, Anthime, Marcel, que entusiastas como todos los franceses del momento, hablaban de venganza, de la hora de la verdad, de una victoria en bandeja de plata. Sería cosa de unos meses y a casa, con medallas y todo. ¡Qué alegría se llevaría su madre! ¡Un Girardon, condecorado! Solo de pensar la cara que pondría se emocionaba. Así de sencillo, las aguas torrenciales le arrastraron con facilidad pasmosa a la euforia colectiva.

Y ahí estaba, quién se lo iba a decir un día antes, en el cuartel, con un poco de resaca, el exceso de vino, y también acidez molesta. La celebración de la mayor victoria que habría visto Francia en siglos es lo que tiene. Y ese día celebrarían más, vaya si lo harían, tras asignársele a cada uno su pertinente regimiento y el equipo básico: mochila, bastante ligerita de momento, uniforme que venía un poco grande a Julien (llegar tarde a estos tinglados es lo que tiene), fusil reglamentario y demás. Eso sí, llamaban la atención a Julien dos cosas: el capote que le habían asignado, a diferencia del resto del equipo, le era perfecto, y, algo en lo que nadie parecía pensar, si acaso aquel pantalón de color rojo no sería una diana perfecta para los boches con los que habría de enfrentarse en un futuro cercano que se precipitaba a toda velocidad. Cuando se hubo completado la movilización de todos los reservistas (creía recordar que un par de días después de la entrega del uniforme), les comunicaron que al día siguiente habría una revista de tropas por el coronel Pinaud, posteriormente un desfile y arreando a los trenes, que la guerra no se iba a hacer sola. Así que esa tarde sería la última que pasaría con Clara, quién sabe hasta cuándo. Ella, por supuesto, no pensaba en que a Julien pudieran matarlo en la guerra, sabía que, aunque un poco despistadillo, siempre había tenido una estrella de suerte, como aquella vez que se cayó en una zanja y topó con 100 francos, los cuales usó comprar su ahora tan querida bicicleta, de la que también se tendría que despedir aquella tarde. Pero, eso sí, lo que Clara no soportaría sería verlo regresar del frente antes de tiempo por falta de una pierna, un brazo, ciego, sordo o inválido. Eso sería algo terrible, pero no puede pasar, recuerda, él siempre tiene suerte, pensó. Eran jóvenes, demasiado para que la vida les traicionase a esas alturas. La guerra sería pan comido, si todo el mundo lo pensaba, sería verdad, se dijo Clara.

Tras una tarde de ensueño, en la que por una vez el calor de agosto no fue insoportable, en la mañana Clara le acompañó a casa de sus padres para darles el último adiós con las radiantes lágrimas que da el orgullo de quien sabe que ha criado un buen hijo. Más tarde vinieron la revista de la tropa por el coronel y el exitoso desfile de despedida de los que se saben vencedores. Entonces llegó el fatídico momento de la separación. Sus miradas se cruzaron por última vez cuando aquel tren que depositaría a Julien en la frontera con Alsacia pondría unos kilómetros insalvables entre ellos. Quien va a la guerra nunca vuelve siendo el mismo, y quién sabe si la persona amada seguirá queriendo al que lleva meses, quizá años, fuera de casa, con el único contacto, en caso de que la burocracia lo permita, de la palabra escrita. Pero no es el caso de los ojos de nuestros Julien y Clara. Los ojos de ella, esos preciosos y radiantes ojos, le piden por favor que vuelva. Los de él responden que sí, que cómo no iba a volver. Espera un poco, antes de Navidad estaré en casa.

Así pues, apenas una semana más tarde desde que mataron a aquel príncipe en Serbia, se encontraba sin mayor problema dispuesto a matar él por su patria a unos cuantos boches. Cuando se puso al servicio de su país, imaginaba formar parte de los descendientes de Napoleón, cuando Francia gozó de su mayor poderío. Se imaginaba que, 100 años después del imperio francés, él sería parte de la masa anónima que conseguiría la gloria, como los hijos de la revolución lo fueron de los ejércitos napoleónicos. De lo que nadie le había avisado era que participar en una guerra es algo muy aburrido e incómodo. Las tareas eran varias: construir puestos para los mandos, tener los uniformes decentes, limpiarse bien para que no le coman a uno las chinches y las pulgas, preparar el lecho para dormir, que sería con suerte al abrigo de un bosque, pero lo peor de todo eran las marchas interminables. A diferencia del glorioso desfile que le parecía tan lejano, su mochila estaba (ahora sí) repleta de utensilios que hacían que pesara una barbaridad, tuvo que afrontar un día de caminata sin cesar, pues se rumoreaba que la misión asignada a los 4 cuerpos del ejército francés allí destacados consistía en la reconquista exprés de Alsacia y Lorena. Serían los encargados de devolver a Francia lo que era de los franceses.

A decir verdad no se sabía muy bien cómo, pero la mano de Julien se alzó presurosa, con urgencia y necesidad, al pedir el coronel voluntarios para una patrulla expedicionaria. Antes de lanzarse al ataque, necesitaban ver qué se cocía en las filas alemanas, pero sin riesgos. Otear un poco la actitud que llevan sus soldados, dar un par de tiros en caso de aparecer patrullas boches, y vuelta atrás a informar. Sí, mi coronel, gritaban los 20 elegidos, conscientes de su importancia. Llegados a este punto, el soldado Julien y sus 19 compañeros cruzaron el bosque hacia la llamada tierra de nadie. Todo respiraba una tranquilidad de las que no presagian nada bueno, se percibía el cántico de los pájaros, los rayos de sol filtrados a través de los altos árboles, cegando a algunos, ya queda menos, se dijo Julien, veremos qué nos espera al otro lado. Salieron del bosque viendo lo esperable, el ejército alemán esperándoles atrincherado en los pueblos, el valle repleto de hombres deseosos de entrar en acción. En las calles se podían distinguir grandes y modernas piezas de artillería, cientos de ellas, ¿serían mejores que las francesas? Imposible, aunque ya se vería.

Repuestos de la sorpresa, y aún convencidos de la inminente victoria, se retiraron iniciando el paso ligero a fin de informar a los compañeros que esperaban sus noticias, ansiosos por entrar en combate. Pero cuando volvieron a ingresar en el bosque, se escucharon los primeros disparos. Primeros disparos, pues, de la guerra, Julien fue abrumado inmediatamente, todo tan rápido y lento al mismo tiempo, al parecer uno no se percataba de que la guerra es de verdad hasta que le estalla sangre en la cara. A su compañero adelantado le reventaron la cabeza de un certero balazo, masa craneal descubierta, sangre que salpicó levemente a Julien. Horrorizado, Julien comenzó a correr a la mayor velocidad que sus piernas de contable le permitían, dejando atrás a dos, tres compañeros, aunque sin advertirlo, tanto da, pues los disparos arreciaban de todas partes, cayendo los voluntarios de expedición a uno y otro lado, delante y detrás como una tala indiscriminada de árboles. Por tanto, acudió a buscar refugio en unas grandes piedras vistas en un instante de lucidez. Detente, te metes ahí, te calmas, ves qué está sucediendo a tu alrededor, y esperas ayuda, o a que pare este infierno, se dice. Al esconderse entre las piedras, todavía le dio tiempo a ver cómo un camarada fue acribillado a balazos antes de desplomarse sobre el suelo. Y entonces los vio, cuatro boches con el uniforme casi impecable, de mirada fría como una puñalada en la noche. Una patrulla enemiga, como nosotros pero del otro lado, debían estar esperándonos en el bosque, mierda, joder. Hora, por tanto, del recuento visual de bajas: no distinguió más que cinco cuerpos inertes de compañeros caídos. O sea, que hay otros catorce que todavía podrían estar vivos, se dice, regresando a sus posiciones. Bueno, el desastre no es tan notorio. Es entonces cuando de repente, una cuenta pendiente que el destino acudía a cobrarse, un cuerpo de cuya presencia no se había percatado, le agarró con fuerza de la pierna izquierda. Comoquiera que el acto reflejo de un hombre aterrorizado es el grito, al efectuarlo se supo perdido, aunque lo peor es que se trataba de un compañero intentando asir la vida en un último estertor.

Tras zafarse de la mano sorpresiva, vuelta a empezar con la carrera corría ahora sin distinguir un refugio salvador, sabiéndose perdido; en cambio sí escuchó con desesperación los silbidos de las nuevas balas, alfileres que acorralan sus escasas esperanzas. Pero llegado un momento se detuvieron las balas, bien, parece que los he despistado, por lo cual, exhausto, decidió parar a fin de coger algo de aire con el que proseguir. Venga, cinco minutos más corriendo y llegas a la meta. Piensa en Clara, mierda, no, no puede ser que a las primeras de cambio me maten, ya han caído unos cuantos de los míos, tanta mala suerte no se puede tener, en un momento dado se giró a observar a sus perseguidores, preciso instante en el que uno de los proyectiles en miniatura le alcanzó. No cayó en la cuenta hasta sentir calor en el orificio de entrada, calor que fue dando paso a un dolor extraño, nada parecido a darse un golpe en las sienes o tener un accidente con la bicicleta, más bien como múltiples accidentes concentrados en un mismo punto. Pero, peor suerte si cabe, no era como pensaba un balazo, sino una puñalada dura y seca, fuerte. Intentó tímidamente librarse de su atacante, propinándole una brutal patada con las pocas fuerzas que le quedaban, el crujido que siguió sugería la rotura de la pierna del adversario. Bien, ahora hay que matarlo, es lo único que te queda, porque con la puñalada que te ha endosado, estás muerto. Ojo por ojo. El alemán tendido en el suelo, chillando infelizmente como la madre que pierde al hijo, realmente le he jodido la pierna, voy a matarlo. Tomó el fusil con la poca decisión que da la herida mortal, extenuado mientras encañonaba al alemán. Un lebel (el fusil) es bonito a su manera, aunque sea una máquina de dar muerte a gente, animales, más gente, más animales. Es extraño esto de la guerra, tipos de un sitio que matan a tipos de otro sitio, porque alguien dispone. Colocando el dedo en el gatillo, lo acariciaba con fuerza dispuesto a arrebatar la vida del desdichado que gemía por su pierna y la incertimbre , de repente arrojó el lebel, que fue a parar a un seto donde se perdió de vista. Tú estás muerto con ese puñal devorando tu miserable existencia con rapidez, él no te va a poder dar matarile, está berreando de dolor y a ti sus amigos te van a fusilar en cuanto lleguen. Así pues, sabedor de que su adversario todavía podría tener una larga vida (o no con esta puta guerra en marcha) se dejó caer boca abajo, el cansancio producido por la herida, en resultas de lo cual quedaba tumbado, esperando a la muerte.

Solo dio tiempo a pensar un poquito más en Clara, cuánto ha querido a esa mujer, quién le iba a decir que en un bosque de Alsacia dejará de pensar en ella, de poder acariciarla una vez más, pasar las tardes muertas con ella, amarla. Lo superará, pensaba Julien, aunque le va a costar horrores. Pero es fuerte. Padres, qué mal, qué sufrimiento va a llegarles cuando se enteren de que su hijo ha muerto el primer día de combate. Se imaginaba ya en futuros homenajes a los caídos, por lo menos no sería difícil localizarle, entre los 20 ó 30 primeros estaría. Girardon, Julien, muerto el 14 de agosto de 1914. Resultaba difícil conciliar la idea de que el mundo siga funcionando, mucha gente vaya a poder gozar de las mieles de la vida (las miserias). Bien pensado, quizá no estuviera tan mal esto de no ser. Con las fuerzas a punto de fallarle, los ojos ya cerrados, escuchó a dos tipos hablando en alemán que llegaban corriendo. Abrió los ojos como pidiendo permiso para contemplar a uno de ellos apuntándole, y eso es exactamente lo último que vio, un boche apretando el gatillo. Tras 23 escasos años, llegó la gran nada para Julien.

Ilustración inédita para este artículo por Mellado

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