En el mal también hay belleza

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Año 1934. En Alemania, Adolf Hitler es el canciller desde hace ya bastantes meses. Causa fundamental, el crack del 29; la gran perjudicada de la Primera Guerra Mundial, Alemania, se hundió definitivamente en la miseria. El pueblo pide a sus gobernantes soluciones a corto plazo, cosa harto imposible teniendo en cuenta que la deuda con el resto de países combatientes de la guerra es abusiva, especialmente con el enemigo histórico, Francia. Así, el aparato de propaganda (y extorsión) nazi que antes de 1929 no había calado en el votante medio, utilizando las promesas de un futuro mejor y venganza contra las afrentas de postguerra, parece que empieza a hacer efecto. Trabajo y rearme, dice Hitler, y el alemán que va a la urna vota por la esvástica.

Pero no solo de propaganda vive el buen político totalitario: ha de crear enemigos. ¿Judíos? Todavía no, poder político tienen más bien ninguno. Socialistas y sobre todo, comunistas, van mucho mejor, proclame usted que el Estado va a caer si continúan en el Parlamento y el partido de derecha le dará su apoyo. Y efectivamente, así ocurre. Von Hindenburg, presidente de la República, se ve obligado en contra de su voluntad y, tras retrasarlo todo lo posible, a nombrar al chiflado por el que solo votaban un millón en 1928; pero ahora, en 1933, 13 millones, canciller de Alemania. El Estado de Derecho va a durar menos que una bratwurst en Oktoberfest.

La oportuna muerte del presidente, que vino precedida del incendio del corazón de la República de Weimar, el Reichstag, sirvieron como anuncio de que la democracia en Alemania había muerto. Las culpas del incendio fueron a parar en los comunistas, pero estos estaban en inferioridad, perseguidos y con todas las de perder, más si cabe cuando Stalin prohibió a los miembros del partido comunista alemán a coaligarse con los socialistas para hacer una oposición responsable, de las de coche bomba y pistolerismo. Resultado: partido comunista ilegalizado, y la nueva Alemania nacionalsocialista soñada por Hitler desde hacía más de una década, hecha realidad.

Llegamos así al año mencionado al comienzo: 1934. Para dar una lección de fuerza política ante el mundo y, sobre todo, a los pocos opositores que le quedaban, Hitler, aprovechando el congreso del partido nazi en Nuremberg, ordenó a la simpática y guapa directora Leni Riefenstahl, que tan amable se mostraba con él, en cuya compañía y la de Joseph Goebbels y señora corría el buen champán de vez en cuando (claro, un führer tiene sus affaires), grabar un documental que captase la grandeza y el carácter indómito e imparable del movimiento. Que quien creyera que podía vivir ajeno a él, sin mojarse, estaba muy equivocado. Alemania necesitaba súbditos comprometidos con Hitler, nada de medias tintas.

Para desempeñar la tarea, el partido puso a disposición de Riefenstahl un equipo de 30 cámaras y todos los ayudantes que necesitara. El resultado es una revolución en la Historia no ya del documental, sino del mismo cine. Porque cuando uno está viendo El triunfo de la voluntad, que así se llama, lo que ve es algo inimaginable. Es esperable ver el consabido desfile continuo de tropas, todas muy marciales, saludando al führer, este haciendo discursos agresivos in crescendo, las masas aclamando a militares y jefes, las banderas en casas, en brazaletes, en pechos, y hasta en burdeles. Lo que ocurre es exactamente eso, pero con una capacidad de fascinación y un magnetismo que aterran, porque a pesar de la monotonía de lo que se está contando, la directora utiliza una cantidad de recursos: planos aéreos, travellings, picados, panorámicas espectaculares y demás virguerías que dejan sin aliento, y lo que es fundamental, entretienen.

Porque puede sonar a frívolo decir que un documental hecho por y para nazis, como despreciable loa a sus ansias imperialistas y a la intención de Hitler de perpetuarse como dios en la Tierra, sea una obra maestra. Pero es que lo es: la revistas de tropas de Hitler, donde se nos muestra quiénes eran cada uno de los líderes nazis, los mitificados discursos que enaltecen a las masas, los desfiles nocturnos con las banderas brillando en la oscuridad, los uniformados soldados que desfilan con eficacia, orden y disciplina, el pueblo mirando con ojos de niño al líder, como si su venida fuese a traer el pan y los peces, los estadios abarrotados con las legiones de SS, SA, RAD y demás formaciones evocando intencionadamente al Imperio Romano, los múltiples estandartes, las banderas, que nunca se acaban, el águila inmensa con esvástica incorporada en un círculo inferior, y sobre todo, los brazos de millares y millares, alzándose para saludar al caudillo, al tirano, gritándole aquello del hail, perpetuando su poder, dándole la razón en sus discursos de pose wagneriana y delirios de grandeza.

Todo suena a caricatura, a falsedad, pero visto en esas poderosas imágenes sobrecoge, es algo entre increíble y demencial. Por aquel entonces faltaban unos años para el horror, la Solución Final y antes de eso la ocupación de más de media Europa y la posterior opresión; sin embargo, el visionado de este documento de la barbarie invita a reflexionar, pues un tirano no se convierte en tal solo por ser aguerrido, inteligente, malvado y oportuno, sino que necesita algo más, un pueblo fanático, un ejército de discípulos que le sustenten, ya que de lo contrario, caería. Y no vale decir que todas los totalitarismos han ganado o se han mantenido durante incontables años para los que los sufrieron (y siguen sufriendo) solo por aquello tan maquiavélico de la propaganda. No hay Hitler sin teutones, Stalin sin soviéticos, Pol Pot sin camboyanos, Pinochet sin chilenos, Mussolini sin italianos, Franco sin españoles. Cuando todos esos regímenes caen, en mayor o menor medida los siervos del mal se cambian de capa vistiéndose de demócratas, bienhechores de la humanidad, infiltrándose en los partidos, como ratas entrando a las alcantarillas antes de que los valedores del nuevo régimen les puedan echar el anzuelo. La Historia, tristemente, está llena de ellos.

Un comentario en “En el mal también hay belleza

  1. Nuchi Belchí

    Es posible que un pueblo ignorante y desesperado los ponga ahí. Pero su mantenimiento se da por los innumerables recursos que se tienen desde el poder, el aparato de propaganda, la represión… Una buena reflexión que sobrecoge.

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